Dr. Frank López
“El estado nacional, como marco para la aplicación de los derechos humanos y la democracia, ha hecho posible una nueva forma –más abstracta– de integración social que va más allá de las fronteras de linajes y dialectos”
Jürgen Habermas, filósofo y sociólogo alemán
La discusión filosófica respecto a los modelos
epistemológicos que han caracterizado a las sociedades modernas de Occidente y
el modo como éstos han impactado la política contemporánea es hoy una
problemática abierta y palpitante que se halla en pleno debate. Por tanto,
poner en escena esta polémica filosófica es de vital importancia para la
comprensión de la política actual venezolana.
Es en virtud de la relevancia de esta
problemática que trataremos de mostrar el punto de vista de la filosofía del
entendimiento sobre este asunto. Con este fin vamos a exponer los siguientes
aspectos: primero, trataremos la taxonomía con la que Jürguen Habermas estudió
el discurso filosófico de la modernidad occidental, con el propósito de
esbozar, groso modo, el estado del arte
de este asunto; en segundo lugar, mostraremos las críticas que autores como
Jean Baudrillard (1986, 2000) y György Márkus (1986)le han formulado al
paradigma de la producción, a fin de poner en evidencia la necesidad de la
filosofía del entendimiento intersubjetivo; y finalmente, pondremos en
evidencia la manera como estos cambios de paradigmas filosóficos han modificado
la noción contemporánea de la política.
La taxonomía filosófica habermasiana
En su influyente libro titulado El
discurso filosófico de la modernidad (1989), publicado cuatro años
después de la Teoría de la acción comunicativa (1985), Habermas, otrora
miembro de la Escuela de Frankfurt y agudo representante de la teoría crítica,
expone su novedosa taxonomía filosófica que sirvió de soporte a su filosofía de
la “acción comunicativa”; para ello, Habermas tomó como objeto de estudio
filosófico la misma reflexión filosófica que se había producido a lo largo de
la modernidad occidental, de la cual hizo una revisión exhaustiva y sistemática
que expuso en las 462 páginas del citado texto y en los artículos posteriores
que fueron publicados en diversas revistas académicas. En este caso, sin
embargo, revisaremos sólo los autores y las obras más representativas de ese
período, y ello, desde luego, por las limitaciones que supone el espacio de un
artículo como este.
Habermas concibió
tres tipologías filosóficas; la primera, a la cual llamó filosofía de la conciencia, de la razón centrada en el sujeto o
también una filosofía del sujeto,
será examinada aquí a partir de tres autores y de sus obras epistemológicas más
representativas:
René
Descartes y su El discurso del método, Inmanuel Kant y su La Crítica de la razón pura
y Hegel y su La Fenomenología del espíritu. La segunda filosofía,
identificada como una filosofía de la
praxis o de la producción, será examinada a partir de Karl Marx y su Contribución
a la Crítica de la economía política. Y finalmente, una tercera
filosofía, llamada filosofía del entendimiento intersubjetivo, será revisada a
partir, precisamente de Habermas y su Teoría de la acción comunicativa.
En atención a esta taxonomía habermasina, la
filosofía de la razón centrada en el sujeto o la filosofía del sujeto, sería la
iniciada por las meditaciones cartesianas del siglo XVII y publicadas en 1637
por René Descarte con el título de El Discurso del Método. Una
filosofía que centró su pensamiento reflexionante en el principio trascendente
del cógito reflexivo y en el presupuesto epistemológico del cógito, ergo sum; es decir, en la presuposición
epistemológica de que la certeza sobre la existencia no estaba en la existencia
misma en cuanto tal, no estaba en la llamada red extensa, sino en el pensamiento que piensa esa existencia de
manera indubitable. O lo que es lo mismo, que para la filosofía cartesiana: la
certeza sobre la existencia estaba en la red
cógita, en la conciencia razonante del sujeto epistemológico. Por ello
Descartes (1983, p. 73) llegaba a la conclusión de que:…”en la proposición pienso, luego existo, lo único que me
asegura de que digo la verdad es que veo muy claramente que para pensar es
necesario ser.”
Ahora
bien, este ser que se afirma como
existencia real en su pensamiento, es decir este sujeto que halla la certeza de
su existencia en el pensamiento que la piensa, es, él mismo, un sujeto pensante,
cuya existencia verdadera está determinada por el acto de pensar: por tanto es
un sujeto a quien se le revela su existencia inmanente en el acto trascendente
de la reflexión, del pensamiento. Y en este sentido es, él mismo, en tanto
pensamiento, el sujeto de todo predicado. Así lo expresó Descartes en El
Discurso
del Método (1983: 72):
Luego, examinando con
atención lo que yo era, y viendo que podía imaginar que no tenía cuerpo y que
no había mundo ni lugar alguno en que estuviese, pero que no por eso podía
imaginar que no existía, sino que, por el contrario, del hecho mismo de tener ocupado
el pensamiento en dudar de la verdad de las cosas se seguía muy evidente y
ciertamente que yo existía; mientras que, si hubiese cesado de pensar, aunque
el resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no hubiese tenido
ninguna razón para creer en mi existencia, conocí por esto que yo era una
sustancia cuya completa esencia o naturaleza consiste en pensar, y que para
existir no tiene necesidad de ningún lugar ni depende de ninguna cosa material;
de modo que este yo, es decir, el alma, por la que soy lo que soy, es
enteramente distinta del cuerpo, y hasta más fácil de conocer que él, y aunque
él no existiese, ella no dejaría de ser todo lo que es.
De modo
que este principio epistemológico de la filosofía cartesiana, el cógito, ergo sum, convierte, a la
conciencia reflexionante (al alma) y al sujeto de dicha conciencia, en
condición epistemológica primera de toda verosimilitud y, como es natural: en
fundamento de toda teoría verdadera.
Por esta
razón, los problemas, los métodos y las soluciones –vistos desde esta
filosofía- estaban asociados a la conciencia del sujeto y a su capacidad de
razonar. Por ello, esta filosofía centró sus posibilidades de certeza en la
conciencia del sujeto; y, al hacerlo, rompía con la silogística aristotélica
que había dominado la filosofía hasta la baja edad media occidental; con ello
se inauguró una tipología filosófica en la que el cógito reflexionante, ahora como fuente de toda verdad, hacía que
ésta quedara centrada en la conciencia del sujeto. Una filosofía en la que el
sujeto de esta razón reflexiva se muestra a sí mismo como una esencia humana
fija, como un alma, de cuya meditación y reflexión analítica, brotaba,
monológicamente, un saber nomotético que se imponía como legítimo.
Fue esta
modalidad filosófica la que abrió el ciclo de la modernidad occidental y la que
halló su continuidad, mutatis mutandis,
en pensadores racionalistas[i]
como Malembranche, Spinoza, Leibniz, Kant y Hegel, sólo para nombrar los más
relevantes.
En Kant este
racionalismo idealista cartesiano, devenido – según la tipología de
Habermas- en filosofía de la conciencia,
halló una cierta continuidad, toda vez que
la idea de la conciencia reflexionante del sujeto, como posibilidad del
ser y de la certeza, no sólo permaneció, a pesar de los cambios sufridos, sino
que se reafirmó –con la Crítica de la razón pura- en un idealismo trascendente que dominó la
epistemología por largo tiempo y que hizo depender el conocimiento verdadero de
la conciencia trascendente del sujeto. Y en este punto ha dicho Kant (1976:
164): “Llamo trascendental a todo conocimiento que en general se ocupe, no de
los Objetos (sic), sino de la manera que tenemos de conocerlos, en tanto que
sea posible a priori. Un sistema de
tales conceptos se llama filosofía
trascendental”.
Es
decir, una filosofía devenida en idealismo trascendental y cuya innovación no
estaba –como ha dicho Kant- en ocuparse de los objetos a través de la
conciencia sino en la manera de conocerlos. Una manera de conocer que, por el
papel que le sigue asignando a la conciencia, continúa siendo, básicamente, una
filosofía de la conciencia.
A este
respecto convendría atender lo que ha dicho el filósofo y profesor del
Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad de México, José
Gaos, al reproducir un texto extraído de Los prolegómenos que Kant
escribió como exégesis de su Crítica de la razón pura. Dice Gaos
(1983: 214): “…el asunto de los sentidos es intuir; el del entendimiento,
pensar”. Y seguidamente escribe: “Pero pensar es unir representaciones en una
conciencia”.
Pero
como esta unión de las representaciones es lo que Kant llamó el juicio,
entonces es lógico sostener que la filosofía kantiana se mantiene como una
filosofía de la conciencia, para la cual los juicios son presupuestos epistemológicos
fundamentales.
De
manera que Kant, al no renunciar a la conciencia como condición de certeza, y
postular los juicios sintéticos a priori
como presupuesto epistemológico de toda verdad, hizo emerger una filosofía
trascendental que nacía recusando al racionalismo cartesiano y al empirismo
clásico. Por esto, se lee en la Crítica de la razón pura (Kant,
1976, p.157) que: “En todas las ciencias teóricas de la razón se hallan
contenidos, como principios, juicios sintéticos a priori” (…) “ que la ciencia
de la naturaleza (Física), contienen como principios, juicios sintéticos a priori”.
Con lo cual la filosofía trascendental que busca el origen de la certeza
-ya no en el cógito reflexivo sino en
estos juicios a priori contenidos en la conciencia- se erige como la
continuidad de la filosofía del sujeto.
Así esta
filosofía de la conciencia terminó postulando la intuición pura del tiempo y
del espacio como categorías a priori tales que sólo mediante ellas, es posible
conocer el mundo, el cual ya no se muestra como una realidad en sí (o como una
cosa en sí) sino como una realidad fenoménica. En la Crítica de la razón pura
(Kant, 1976: 186) puede leerse:
Si puedo decir a priori: todos
los fenómenos exteriores están en el espacio y son determinados a priori según
las relaciones del Espacio, puedo afirmar también en un sentido amplio y
partiendo del principio del sentido interno: todos los fenómenos en general, es
decir, todos los objetos de los sentidos están en el Tiempo. Y están
necesariamente sujetos a las relaciones del Tiempo.
Vale
decir, la condición de posibilidad de la verdad, que en Descartes dependía de
la pura acción del pensamiento en tanto sustancia, se halla ahora determinada
por una estructura del pensamiento que le preexiste de manera ontológica al
pensar y que, como vimos, se muestra como categorías puras del pensamiento. Y sobre
esta estructura tiempo-espacial del pensamiento reflexionante, es que se fundan
ahora las posibilidades de conocimiento, no del mundo en cuanto tal, en cuanto red extensa, sino en cuanto fenómeno o
realidad fenoménica.
De este
modo la filosofía kantiana se muestra como continuidad y, al mismo tiempo, como
ruptura de la filosofía del sujeto: como continuidad, en la medida en que
reafirma el principio trascendente del cógito
reflexivo como condición de verosimilitud; y como ruptura en tanto se separa
del principio epistemológico del cógito,
ergo sum y lo sustituye por una conciencia estructurada a partir de la
intuición a priori del tiempo y del espacio. Y al hacerlo, el idealismo
trascendental kantiano recusa la realidad en sí que se postulaba como objeto de
saber del racionalismo cartesiano, sustituyéndola por una realidad fenoménica
que se vuelve objeto del idealismo trascendente. Este giro hace que un nuevo
idealismo surja, del interior del racionalismo clásico alemán, como una
renovada reflexión crítica mediante la cual la realidad ya no halla su certeza
en el pensamiento que la piensa, sino en la tarea reconstructiva que – merced a
los juicios sintéticos a priori- realiza el entendimiento sobre lo real,
convirtiéndolo en objeto fenoménico del conocimiento reflexivo.
No
obstante, es esta filosofía del sujeto o de la conciencia, la que –con sus sustanciales
cambios que la convertirán en idealismo
absoluto- la que se proyectará en la obra de Friedrich Hegel, quien, como
se sabe, estudió la filosofía kantiana en el Seminario Teológico de Tubinga,
donde había ingresado en 1788, es decir un año antes de la revolución francesa
que él tanto celebró y a la que juzgó en sus inicios como la objetivación del
espíritu absoluto en la historia, es decir de la razón en el Estado.
A esta
época revolucionaria francesa corresponde su obra epistemológica fundamental: La
Fenomenología del Espíritu. La obra en la que Hegel (2000: 63) aborda
el saber y en la que puede leerse: “El saber, que es ante todo y de modo
inmediato nuestro objeto…”
De modo
que en la Fenomenología del espíritu (2000), es donde Hegel despliega su
epistemología del idealismo absoluto como dialéctica del espíritu; éste según
Hegel (1972: 72-84):
…no es una construcción
abstracta, una abstracción de la naturaleza humana, sino algo plenamente
individual, activo, integralmente vivo: es conciencia, pero también su objeto.
En esto consiste la existencia del Espíritu: en tenerse a sí mismo por objeto.
El Espíritu es pensante; es un pensamiento que toma por objeto lo que es y lo
piensa tal como es. Es saber, y el saber es el conocimiento de un objeto racional.
Un
espíritu que es, en tanto idea que se autodesarrollo o que se hace para sí, el
sujeto de la acción de la historia. De una historia universal que Hegel la entiende
como “el desarrollo necesario de los momentos de la razón y por tanto de su autoconciencia
y de su libertad.” De una historia en la que, en virtud de esta dialéctica, lo
racional deviene real. O en palabras del mismo Hegel (2000: 19): “Sólo lo
espiritual es lo real; es la esencia
o el ser en sí, lo que se mantiene y
lo determinado –el ser otro y el ser para sí- y lo que permanece en sí
mismo en esta determinabilidad o en su ser fuera de sí o es en y para sí.”
Es
decir, la dialéctica del espíritu absoluto es la razón que se autodesarrolla y
que al hacerlo se niega como razón afirmándose como historia. Una historia en
la que la idea, como conciencia en sí
deviene para sí, o lo que es igual: toma conciencia de sí en lo universal
del espíritu absoluto. Ha sido en
atención a este hecho que, en relación con la razón en la historia, Hegel va a
afirmar (2000: 10):
…si lo verdadero sólo existe
en aquello o, mejor dicho, como aquello que se llama unas veces intuición y
otras veces saber inmediato de lo absoluto, religión, el ser – no en el centro
del amor divino, sino en el ser mismo de él-, ello equivale a exigir para la
exposición de la filosofía más bien lo contrario a la forma del concepto. Se
pretende que lo absoluto sea, no concebido, sino sentido e intuido, que lleve
la voz cantante y sea expresado, no su concepto, sino su sentimiento y su
intuición.
De modo
pues que esta filosofía hegeliana, al desarrollar su acción filosofante desde
el interior mismo del concepto de razón, se desenvuelve como filosofía de la
razón centrada en el sujeto. Una filosofía que ya a comienzos del siglo XIX se
debatía en una profunda crisis de legitimidad que hizo proliferar la discusión
interna.
Dos
tendencias, sin embargo, van a derivar de la crisis de esta filosofía
hegeliana: una, en la que se proyectó la filosofía de la conciencia,
identificada como hegelianismo de derecha[ii],
entre los que se cuentan pensadores como Johann Philipp Gabler, Johann Karl
Friedrich Rosenkranz, Johann Eduard Erdmann y Karl Friedri Gösch; y la otra,
que va a desplazarse hacia la filosofía de la praxis, identificada como
hegeliana de izquierda, entre quienes se encuentran Richter, Ludwig Feuerbach,
Karl Marx y Bruno Bauer (entre muchos otros). De modo que es en esta última
corriente donde se va producir un giro hacia una nueva filosofía. Hacia una
filosofía que Baudrillard (2000) ha llamado “modelo de la producción”, a la que
Györgio Markus (1986) llamó “paradigma de la producción” y a la que Habermas
(1989) –siguiendo la crítica de Markus- llamará “filosofía de la praxis”.
La filosofía de la praxis
Conviene
recordar con Habermas (1989: 99) que, hasta Hegel, la filosofía se había
sustentado en conceptos relativos a la conciencia o la reflexión tales como:
autoconciencia, autodesarrollo, intuición pura, etc. Conceptos éstos que, como
es evidente, muestran su clara conexión con un grupo de familia de conceptos a
fines, como razón, racionalismo, racionalidad, etc. Sin embargo, con Marx,
tales conceptos son desplazados por otros relativos a la práctica: como acción,
producción, trabajo, etc. De manera que este hecho nos revela cómo la filosofía, anclada por más de dos
siglos en la función reflexiva del sujeto, abandonaba ahora su fundamento de la
conciencia y se desplazaba hacia la praxis. Un desplazamiento que siguió
discurriendo en una dirección que el filósofo de la Teoría de la Acción Comunicativa dibuja de este modo (Habermas, 1985:
99):
Ciertamente que los
contenidos normativos de los conceptos de praxis y razón, de actividad
productiva y racionalidad, quedan todavía entrelazados en la teoría del
valor-trabajo de Marx, bien que de un modo que no resulta fácil de penetrar sin
más. Pero este entrelazamiento queda desecho a más tardar en los años veinte de nuestro siglo, cuando
teóricos como Gramsci, Lukács, Korsch, Horkheimer, y Marcuse, hacen valer contra el economicismo
y el objetivismo histórico de la Segunda Internacional el sentido práctico
original de la teoría de la cosificación.
Ciertamente,
con Marx se sobrepone una nueva filosofía que, apoyada en los conceptos de la
praxis, desplaza a la filosofía de la conciencia. Una nueva filosofía que va a
refundar, en el plano propiamente epistemológico, los criterios del saber
moderno. Sólo para recordar, traigamos a nuestra memoria la disputa de 1845
entre Marx y Feuerbach en lo relativo a la naturaleza del conocimiento. Sobre
todo en la segunda tesis sobre Feuerbach en la que Marx (1973: 7) afirmaba de manera concluyente que:
El problema de si al
pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema
teórico, sino un problema práctico.
Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la
realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. E1 litigio sobre la
realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un
problema puramente escolástico.
Esta
misma orientación es la que puede leerse en el prólogo de la Contribución
a la crítica de la economía política (1859), donde Marx hace el
inventario de su recorrido filosófico y pone en evidencia su desplazamiento
hacia una filosofía de la praxis o de la producción. En dicho prólogo dice
(1973: 517):
Mi investigación - me llevó a
la conclusión de que, tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado
no pueden comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del
espíritu humano, sino que, por el contrario, radican en las condiciones
materiales de vida cuyo conjunto resume Hegel siguiendo el precedente de los
ingleses y franceses del siglo XVIII, bajo el nombre de “sociedad civil”, y que
la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política.
Como se ve, un
recorrido que lo separó de la filosofía de la conciencia que se había mantenido
hasta Hegel y lo reenviaba a otro modelo de filosofar, a un modelo que ya no se
centraba en el sujeto sino en su praxis, que ya no se centra en la conciencia
sino en la producción.
En este sentido, en
el prólogo de la misma obra, el autor expone una exégesis epistemológica en la que se asimila al
modelo de la producción y donde hace de la producción, el fundamento
epistemológico del saber crítico. Sostiene Marx (1973: 517):
…en la producción social de
su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e
independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una
fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El
conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la
sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y
política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo
de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social
política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que
determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su
conciencia.
Como se ve, los
conceptos de autoconciencia, de reflexión, de intuición, etc. quedaron
exorcizados en esta nueva filosofía, y, en su lugar, nuevos conceptos como:
producción, trabajo, práctica, etc., tomaron su función exegética. Se había
producido así, un giro en la filosofía de la conciencia que la desplazó hacia
una filosofía de la praxis. Y con este giro se sobreponía a la actividad
cognitiva una nueva epistemología que, como hemos dicho, tendrá su anclaje
epistemológico en la praxis o en la producción. Una nueva epistemología que
gobernaría la producción de conocimiento y la teoría social en general desde la
segunda mitad del siglo XIX hasta la primera del siglo XX.
Fue en atención a
esta nueva epistemología de la praxis que la sociedad pudo al fin emerger como
una realidad objetiva, cuya naturaleza de objeto le venía del proceso de
producción social que la engendraba, toda vez que dicha realidad era
“producida” del mismo modo como eran “producidos” el resto de los objetos: es
decir, mediante el despliegue de la praxis productiva.
Pero esta naturaleza
objetiva de la realidad social devenida del paradigma de la praxis fue
extendida por Agnes Heller, en su obra Vida cotidiana, publicada en 1978,
hasta las instituciones y las formas de expresión lingüísticas. En este sentido
la filosofía de la praxis no sólo postuló una epistemología sobre la que se
fundamentó la naturaleza objetiva de la sociedad sino inclusive del sujeto
mismo y de su conciencia, toda vez que el sujeto pasó a ser, como la sociedad,
un producto social, es decir: el resultado del proceso práctico de producción
de sus medios materiales y espirituales de vida. Y la conciencia, que había
fungido en la epistemología del siglo XVII y XVIII de sustantividad del
conocimiento, pasaba a ser ahora también un objeto derivado de la praxis; un
objeto determinado por el proceso
práctico de producción de la vida material y espiritual de los sujetos. Es
decir, la conciencia – como dijera Marx- pasaba a estar ahora determinada por
el ser social.
De este modo la
conciencia abandonaba su lugar privilegiado en la epistemología moderna,
desplazada por la praxis, cuyos postulados fundaban una nueva epistemología que
dominaría a partir de las últimas décadas del siglo XIX cuando se le
sobrepondría la filosofía de la praxis o de la producción, hasta las últimas
décadas del siglo XX, cuando la crítica sistemática pudo mostrar sus límites y
sus dificultades para guiar la tarea humana de emancipación. ¿Cuáles han sido
estas críticas? Es lo que revisaremos de seguido.
Critica al modelo de
la producción.
La primera crítica
relevante a la filosofía de la praxis o al modelo de la producción la inició
Jean Baudrillard en aquella extraordinaria obra que fue publicada en 1973 y
titulada: El espejo de la producción. En este texto Baudrillard hizo una
revisión a la teoría marxista desde la perspectiva crítica de la lingüística de
Ferdinand de Saussure. Mostrando cómo la crítica al modo de producción capitalista se
había convertido, por efectos de la circularidad misma del paradigma de la producción,
en un reforzamiento de la lógica de la producción capitalista, toda vez que –
como puede leérsele a Baudrillard (2000:9): “El pensamiento crítico del modo de
producción no afecta al principio de la producción”. Es decir, que la crítica
al modo de producción capitalista, al dejar intacto los supuestos
epistemológicos del modelo de la producción, terminó reforzando la lógica misma
del modo de producción capitalista y fortaleciendo sus consecuencia en la vida
social. De este modo –según la crítica de Baudrillard- la teoría marxista va a
hallar sus límites críticos en la circularidad
del paradigma epistemológico de la producción.
Lo que dice
Baudrillard con toda razón es que el marxismo quedó atrapado en el interior del
paradigma epistemológico de la producción, ya que su crítica a la economía
política capitalista la desarrolló a partir de significaciones correspondientes
al paradigma de la producción, como por ejemplo: modo de producción, trabajo,
relaciones de producción, etc. (Baudrillard, 2000: 7). Y esta circularidad
infecunda del discurso crítico se observa – como sostiene el mismo Baudrillard
(2000: 40)- en las transferencias metonímicas de significados propios del mismo
modelo:
A partir de aquí – dice
Baudrillard refiriéndose a la transferencia de significaciones en el modelo- no
hacen más que evocarse unos a otros, en un proceso metonímico indefinido: el
hombre es histórico, la historia es dialéctica, la dialéctica es el proceso de
la producción (material), la producción es el movimiento mismo de la existencia
humana, la historia es la de los modos de producción, etc.
En ese sentido, esta
circularidad discursiva del paradigma epistemológico de la producción, al
convertir la crítica marxista en una reiteración discursiva que se vuelve
autorreferencial, hizo, no sólo que se reprodujera el principio de la
producción que se pretendía criticar, sino, más grave aún, que la realidad
misma terminara ocultándose detrás de este artificio metonímico. Es decir, el
modelo o paradigma de la producción, a partir de esta circularidad discursiva,
operó como la proyección lingüística con arreglo a la cual el discurso de la
crítica no pudo mostrarse más que como mera imagen de sí mismo, como el mero
reflejo de su propia sombra: es decir, no como la crítica a la producción
capitalista sino como el verdadero “espejo de la producción”. Y todo ello
mediante una reiteratividad discursiva en la que las significaciones como: modo
de producción, fuerzas productivas, trabajo, etc. no remiten a ningún referente
externo sino a sus propios significantes.
Es esta circularidad
la que hizo que el sujeto de este modelo terminara siendo –como ya dijimos- una
práctica productiva más que se basta a sí misma, una práctica productiva cuyo
límite ontológico es ella misma, toda vez que termina siendo – como nos ha
dicho Baudrillard (2000:18)- la pura fuerza de trabajo que se satisface a sí
misma mediante la fuerza de trabajo. Y
ello en razón de que esta fuerza de trabajo se consume materializándose en la
mercancía y se repone precisamente en el consumo de estas mercancías en la que
ella es contenida como fuerza de trabajo: un ciclo de producción, distribución
y consumo que no es más que la transustanciación de la praxis misma en la
circularidad discursiva del paradigma.
Por esta misma circularidad,
el modelo de la producción, al asumir al sujeto como fuerza de trabajo, hace de
la libertad humana, la liberación de las fuerzas productivas, toda vez que la
fuerza de trabajo sólo se libera liberando la fuerza productiva que tiene la
tarea de liberarla en tanto fuerza productiva.
En definitiva,
Baudrillard ha creído que la adscripción del pensamiento moderno al paradigma
de la producción lo ha forzado a reproducir la lógica de la producción
capitalista, ya que el sistema del pensamiento toma como categorías, las mismas
significaciones de la producción que requieren ser desechadas, tales como: modo
de producción, fuerza de trabajo, fuerza productiva, etc. De manera que, en
este sentido Baudrillard (1986, p. 50) termina proponiendo, como forma de
escapar de la trampa del modelo de la producción, una crítica a la metafísica
del signo y del código, la cual va a llamar: Crítica a la economía política del
signo. Un título que correspondía precisamente a su obra anterior, aparecida un
año antes, en 1972, y que fuera editada en español en 1974 por Siglo XXI Editores.
Una crítica en la que Baudrillard (1986) –basándose en la lingüística- intenta
liberar el discurso de la economía política del modelo de la producción y
reenviarlo hacia el paradigma lingüístico, hacia el paradigma que, mutatis mutandis, Habermas más tarde
designará como modelo del entendimiento intersubjetivo.
La segunda crítica
que vale la pena incorporar en este inventario rápido que hacemos es la
realizada por el filósofo húngaro György Márkus en
su conocida obra de 1980 titulada “El mundo de los objetos humanos”,
una obra que fue ampliada posteriormente en 1982 y rebautizada con el nombre de
“Lenguaje
y producción”. En este célebre texto, en el que Márkus rechaza la
crítica de Baudrillard[iii]
que ya comentamos y en el que se aproxima, críticamente, a la propuesta de
Habermas, el paradigma de la producción es identificado como un modelo
epistemológico que – como ha dicho Boltvinik (2007: 17) -: “sirve no sólo como un modelo teórico-interpretativo a través del
cual se logra un entendimiento radicalmente nuevo de la vida social, sino
también como un proyecto práctico de reorganización social”.
Es decir, el paradigma de la
producción sería un modelo para el cual las ideas ya no estarían remitidas a la
conciencia sino – como había dicho Baudrillard- al marco de la producción. Las ideas serían ahora
objetivaciones, es decir productos, de actividades humanas históricas
específicas. En este sentido, según la epistemología de este paradigma de la
producción, las verdades ya no serían las resultantes de la conciencia sino los
productos que derivan de la praxis humana en el proceso de producción y
reproducción de sus medios materiales y espirituales de vida.
Sin embargo -y he aquí el
aporte de Márkus-, a esta noción de producción, de la cual se deriva este
modelo de verdad, dice Márkus, le debe ser inherente la idea de consumo, ya que
la realización del producto sólo se completa con la necesidad y el
requerimiento del sujeto que lo consume. Es decir, sólo se completa como valor
de uso, vale decir con el uso o la utilidad del producto. Una utilidad que
viene establecida, no por la producción solamente, es decir no sólo por el
requerimiento de normas técnicas de producción, sino además por el empleo
social de producto, que supone el requerimiento de normas sociales de empleo. Y en este sentido, estas normas sociales
serían marcos de significación y de sentido que remiten a la construcción
lingüística de los sujetos y que, en este sentido, le serían inherentes a la
producción.
De manera que el modelo de la
producción, al requerir intrínsecamente del consumo como su correlato, no sólo
requiere normas técnicas de uso, sino además de normas sociales de empleo, que
al remitir al plano de la interacción social y simbólica de los sujetos,
remiten a la dimensión lingüística de la acción productiva. Por tanto, la
objetivación del sujeto en la realización de su vida material y espiritual, de
su ser y su conciencia social, supone no sólo una praxis productiva, sino una praxis humana que desborda el marco
restringido del trabajo y en general de la acción instrumental con la
naturaleza, toda vez que – según la crítica de Márkus- la praxis humana, aún en
el modelo de la producción, remite a la acción del lenguaje.
De este modo la crítica de Márkus, al ampliar la
noción de producción y extenderla hasta el consumo, hizo de este paradigma una
praxis productiva y lingüística al mismo tiempo. Por ello su crítica conduce a
dos salidas posibles a las dificultades originales del paradigma de la
producción: el de la resolución de problemas, que identificará
con Popper y su falsacionismo y el del lenguaje, en el que incluirá a
Wittgentein, Gadamer, etc.
Como vemos, esta
crítica del profesor György Márkus no sólo esclareció los límites de la teoría
marxista y del paradigma de la producción que le es inherente sino que abrió
nuevas dudas sobre la filosofía de la praxis. Y ello, precisamente por el hecho
de revelar cómo los presupuestos epistemológicos de la teoría marxista, al
postular la autoconstitución de la especie humana sólo a partir del trabajo, no
sólo redujo toda praxis social al puro trabajo sino que, incluso, restringió
las interacciones simbólicas y normativas únicamente a meros actos
instrumentales. Lo cual reveló cómo el paradigma de la producción al reducir la
actividad humana al trabajo, banalizaba la complejidad social del mundo y
reducía la sustantividad de vida social al acto económico de reproducción de la
vida material.
Esta es la razón por
la cual la crítica de Márkus, al examinar la relación entre “producción y
comunicación”, lo llevó a proponer, como consecuencia, un cambio de paradigma
en la teoría social. Un aspecto este que el filósofo desarrolla en el capítulo
cuatro de la segunda parte de su libro Lenguaje y producción. Una crítica de los
paradigmas (Márkus, 1986), y que Habermas, a su modo, desarrollará en
su investigaciones filosóficas de los años ochenta, tal como veremos ahora.
La filosofía del entendimiento intersubjetivo
Es precisamente esta
crítica del profesor Márkus la que Habermas tomará como punto de partida
filosófica – en El Discurso filosófico de la modernidad (1989: 103-104)- para
la justificación de su nueva filosofía contenida en su Teoría de la Acción Comunicativa (1981)[iv].
Una nueva filosofía cuyo propósito sería justamente superar, en su objetivo
emancipatorio, las dificultades tanto del paradigma de la conciencia como del
paradigma de la producción planteada incluso por Márkus, porque a juicio de
Habermas (1989, p. 107), la crítica de Márkus: “aún no expresa con claridad
suficiente que la perspectiva de la emancipación no brota precisamente del
paradigma de la producción, sino del paradigma
de la acción orientada al entendimiento. “Un nuevo paradigma que supere
lo que Habermas (1989, p. 353) ha llamado “el paradigma que representa el
conocimiento de objetos”. El cual –reitera Habermas (1989, p. 353)- debe ser
“sustituido por el paradigma del entendimiento entre sujetos capaces de
lenguaje y acción”. A este respecto puede leerse en el Discurso filosófico de la
modernidad (1989: 355) que:
Lo que antaño competía a la
filosofía transcendental, es decir, el análisis intuitivo de la autoconciencia,
pasa ahora a la jurisdicción del círculo de ciencias reconstructivas, que desde
la perspectiva de los participantes en
discursos e interacciones tratan de hacer explícitos el “saber de reglas”
(Regelwissen) preteórico de sujetos que hablan, actúan y conocen
competentemente…
Y esto entre otras
cosas porque – sigue Habermas (1989: 354)-: “Bajo la mirada de tercera persona,
ya sea dirigida hacia fuera o hacia adentro, todo se congela en objeto”. Y al
congelarse en objeto, funda una perspectiva del objeto, una objetividad, que al
ponernos frente al objeto, nos reconstruye subjetivamente como sujetos. Y al
hacerlo, nos fuerza como sujetos a una actitud de dominación del objeto y del
mundo objetivo en general: es decir nos hace emerger como una conciencia de
control experimental del fenómeno y como una voluntad de dominio de la naturaleza
y de la sociedad.
Respecto a esto Habermas (1989: 354) dice:
…esta actitud de los
participantes en una interacción lingüísticamente mediada permite una relación
del sujeto consigo mismo distinta de aquella actitud meramente objetivante que
adopta un observador frente a las entidades que le salen al paso en el mundo.
El redoblamiento trascendental-empírico que la relación consigo mismo comporta,
sólo es ineludible mientras no haya alternativa a la actitud meramente
objetivante que por fuerza ha de adoptar el observador: sólo entonces tiene el
sujeto que considerarse a sí mismo como alguien que se enfrenta en actitud
dominadora al mundo en su conjunto - o
como una entidad que aparece en el mundo.
De modo que las
restricciones epistemológicas planteadas por el paradigma de la producción que Baudrillard y Márkus
habían evidenciado, y que forzaban la conversión de la naturaleza y de la
sociedad en objetos susceptibles de ser dominados y controlados, y que
convertía al sujeto en una voluntad de dominio sobre éstos, hallaba ahora con
Habermas una salida posible hacia una filosofía del entendimiento
intersubjetivo. Una nueva filosofía que supera al modelo de la producción al
fundar un nuevo paradigma epistemológico que permite a los sujetos una acción
colaborativa, una acción de entendimiento de los sujetos entre sí y de éstos
frente al mundo. Porque –como dice Habermas (1989: 354):
En el paradigma del
entendimiento intersubjetivo lo fundamental es la actitud realizativa de
participantes en la interacción que coordinan sus planes de acción
entendiéndose entre sí sobre algo en el mundo. Al ejecutar ego un acto de habla
y al tomar alter postura frente a ese acto, ambos entablan una relación
interpersonal.
De modo que esta
filosofía del entendimiento, al postular…“la acción comunicativa como el
medio a través del cual se reproducen
las estructuras simbólicas del mundo de vida (2002, tomo II: 289)[v],
saca a la luz la relevancia del lenguaje en la acción gregaria de los sujetos y
va a postular al lenguaje como fundamento sociológico para la integración
cooperativa de los sujetos. El entendimiento lingüístico – dice Habermas (2002:
138)- es sólo el mecanismo de coordinación de la acción, que ajusta los planes
de acción y las actividades teleológicas de los participantes para que puedan
construir una interacción. Es decir, una interacción hecha de actos
lingüísticos o en palabras del filósofo: “…La acción comunicativa designa un
tipo de interacciones que vienen coordinadas mediante actos de habla…”
(Habermas, 2002:146), integrados en lo que Ludwig Wittgenstein (1988) va a llamar “juegos lingüísticos”. Es decir, praxis
comunicativas que organizan los variados modos de vida de los sujetos sociales
a partir de los consensos intersubjetivos en relación a las reglas de uso
semánticas con las cuales ellos construyen sus significaciones y el sentido de
sus vidas. Es decir, formas de construcción de los acontecimientos políticos a
partir de la pragmática del lenguaje.
EL giro lingüístico
de la filosofía y el cambio de la noción de la política.
En este sentido esta
filosofía del entendimiento – enraizada en la pragmática del lenguaje- no sólo
va a superar a la epistemología de la conciencia, que servía de fundamento al
monologismo nomotético y a la epistemología de la praxis que privilegiaba el paradigma de la producción, sino que va
servir además de soporte epistemológico a la interactividad de los sujetos que,
mediante la función significante del lenguaje, se estructuran en nuevos actores
sociales cuya existencia es ya una reconstrucción del espacio de la política. Porque,
al hacer del diálogo el nuevo fundamento
de la praxis política, estos nuevos actores sociales refundan sus medios
organizativos, toda vez que sus organizaciones políticas ya no pueden ser las
vetustas estructuras mecánicas y disciplinadas, verbi gracia las maquinarias políticas o partidos leninistas, sino redes comunicativas efímera y evanescente,
sistemas de interactividad lingüística, es decir: de asentimientos semánticos y
transferencias simbólicas. Y en este punto, esta filosofía del entendimiento, al
relocalizar en el diálogo y en el entendimiento de los sujetos, los nuevos fundamentos
de la vida social, coloca la praxis
política y nuestras posibilidades emancipatorias, en una nueva concepción de la
política, dado que la política, basada ahora en el acuerdo intersubjetivo, ya
no podrá seguirse concibiendo como una guerra, como “la continuidad de la
guerra por otros medios”, como decía Clausewitz, y menos aun cuando la guerra
-como ha dicho el mismo Carl von Clausewitz-
es “la acción de dominar por la
fuerza la voluntad del enemigo”; es decir, ya no podrá seguirse teniendo
como una praxis basada en la fuerza y
la violencia metafísica, tal como nos ha dicho acertadamente Gianni Vattimo (1998); sino como la acción comunicativa fundada en el diálogo y destinada al
entendimiento y la colaboración intersubjetiva, como ha sostenido Hannah Arendt (1993) y sobre todo como lo ha
reiterado Habermas (1989) en su Teoría de
la acción comunicativa.
Por esta
razón valdría la pena recordar lo que a este respecto ha sostenido Hannan Arendt en su intento de reconceptualizar la
política a partir del lenguaje. Dijo Arendt (1973, pág. 154): “El poder surge allí donde las personas se juntan
y actúan concertadamente”. Dado que -sigue Arendt (1973, pág. 151)-: “Donde las
órdenes no son ya obedecidas, los medios de violencia ya no tienen ninguna
utilidad.” Y ello es así, en virtud de
que, para la filósofa (Arendt H. , 1973):
El poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente
para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de
un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se
mantenga unido (…) En el momento en que el grupo, del que el poder se ha
originado(…)desaparece, ‘su poder’ también desaparece (Pág. 146)
Por
tanto, para Hannan Arendt el soporte político de las instituciones, es decir,
el poder, es una sustancia hecha de lenguaje, de asentimiento, de consenso. Y
en este sentido dice la autora (Arendt H. ,
1973, pág. 143) que: “Todas las
instituciones políticas son manifestaciones y materializaciones del poder: se
petrifican y decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de
apoyarlas”. Y desde luego, este poder vivo, como ya hemos dicho, es la
capacidad humana para asentir soberanamente, para establecer consensos mediante
el diálogo libre de coacción, que legitiman la acción de gobierno. Por ello,
dice Arendt (1973):
“De aquí que el dominio por la pura violencia entra en juego allí
donde se está perdiendo el poder (…) Reemplazar el poder por la violencia puede
significar la victoria, pero el precio resulta muy elevado, poque no sólo lo
pagan los vencvidos; también lo pagan los vencedores en término de su propio
poder.” (Pág. 155)
Y esta característica de la
política, de tener como sustancia un poder basado en el lenguaje y el
entendimiento intersubjetivo, estuvo ya precedentes en las formas clásicas de
la política que tuvieron lugar en la Grecia clásica, ya que en las polis las posibilidades de obediencia descansaban en el
lenguaje y no en la fuerza. Porque, a decir de la misma Arendt (1995, pág.
30): “las armas y la violencia pertenecen al dominio de
la violencia y la violencia, a diferencia del poder, es muda; comienza allí
donde acaba el discurso”.
Ha sido en virtud de
este criterio que Hannan Arendt (1973), ha
sentenciado de manera categórica que:
Las instrucciones de los textos relativos a cómo hacer una
revolución, en una progresión paso a paso desde el disentimiento a la conspiración, desde la resistencia a la
revelión armada, se hallan unánimemente
basados en la erronea noción de que las revoluciones son ‘realizadas’.
En un contexto de violencia contra violencia la superioridad del Gobierno ha
sido siempre absoluta pero esta superioridad existe sólo mientras permanezca
intacta la estructura de poder del Gobierno- es decir, mientras que las órdenes
sean obedecidas y el ejército o las fuerza de policías estén dispuestas a
emplear sus armas. Cuando ya no sucede así, la situación cambia de forma
abrupta.” (Pág. 150)
Como vemos, el poder, en tanto sustancia de la política, ya
no es, a decir de Hannan Arendt, una estructura formal de relaciones
burocraticas que opera como una máquina racionalizadora, como creyo Weber, ni
es tampoco una forma de producción de fuerzas soportada en relaciones de
propiedad, según la idea de Marx, que
remite al modelo contrato-represión (Alzamora, 2007) , ni mucho menos un
diagrama de fuerzas que opera al modo de un microtejido de infinitas batallas
en la que los sujeto son apenas vectores de fuerza, tal como lo creyeran
Nietzche y Foucault. Es más bien, una capacidad humana centrada en el lenguaje,
como sostiene Echeverría (1994, pág. 371): “Nuestro postulado central con
respecto al poder es que éste es un fenómeno lingüístico..sin el lenguaje, el
fenómeno del poder no existe”.
En
definitiva, de acuerdo a esta nueva filosofía que ha ocupado la reflexión contemporánea,
la política ya no puede reproducir ni el voluntarismo kantiano, que derivaba
del paradigma filosófico de la conciencia, y que hacía descansar la praxis política en la fuerza de una
voluntad ética que actuaba conforme a la razón y que convertía la política en
una confrontación ética de malos vs buenos; ni tampoco la noción marxiana,
derivada del paradigma de la producción, para la que la praxis política consistía en la producción, acumulación y
confrontación de las fuerzas de las clases; ni mucho menos el esquema
totalitario y bélico-fascista de Carl Schmitt (2002) de la lucha amigo-enemigo, donde se alojan con
cierta comodidad las nociones voluntaristas de la política y de la lucha de
clases; sino el modelo dialógico, del entendimiento y la comprensión
intersubjetiva, donde se localizan: una nueva filosofía política, los nuevos
sujetos sociales, las nuevas organizaciones en redes de la sociedad civil y las
variadas e infinitas formas de lucha, que han tomado relevancia a partir de la
desobediencia civil de Henry David Thoreau[1],
pasando por las formas de lucha
pacíficas[2]
que van desde Mahatma Gandhi[3]
hasta Gene Sharp. Ver: https://www.youtube.com/watch?v=L_m_W50Pzls
Por ello, esta
filosofía del entendimiento se nos revela como el sustento ontológico y
epistemológico más ostensible de una nueva noción de política, que encuentra en
la filosofía de Habermas y de Hannah Arendt su desarrollo más significativo.
Las consecuencias de
esta nueva noción de la política
1. La noción de la política ha estado variando, en los
últimos VI siglos, a tenor del modo como han ido modificándose los paradigmas
filosóficos y los modelos societarios que han caracterizado la modernidad de
Occidente. Así por ejemplo, las sociedades manufactureras, cuyo ciclo histórico
se cerró en las primeras décadas del siglo XVIII, le fue correlativo el paradigmas
filosóficos del sujeto (Descartes, Kant, Hegel, etc.), y una noción de la
política como el despliegue racional de la voluntad ética; las sociedades
industriales, que llegaron hasta la segunda posguerra y que se hicieron
representar por el paradigma filosófico de la producción (Marx), para las
cuales la política se entendía como un modo de producción y confrontación de
fuerzas; y finalmente, las sociedades de servicios, basadas en la información y
la comunicación, que han hecho emerger el nuevo paradigma filosófico del
entendimiento intersubjetivo (Habermas, Apel, etc.), donde la política, al
volver a su acepción original, es entendida como una acción dialógica de
acuerdos, consensos y asentimiento.
2. Por ello, las viejas nociones de la política, como praxis estratégica destinada a la
acumulación y confrontación de fuerzas, que correspondió a los viejos
paradigmas filosóficos y a las viejas sociedades de Occidente, se basaron en el
despliegue de las fuerza físicas: las fuerzas destructivas, que caracterizaron
los períodos prerrevolucionarios, en donde la praxis política estaba orientada
a acumular fuerzas para destruir la máquina del Estado, para destruir el modelo
económico, para destruir las instituciones y para destruir la ideología
capitalista. Y las fuerzas productivas, que caracterizaron los periodos
posrevolucionarios, donde la praxis política se orientó a acumular, organizar y
concentrar todas las fuerzas sociales, con el propósito de llevar -“por los
pelos”- a los hombres al “paraíso”.
3. Por esta razón, la nueva noción de la política,
forzada por el imperativo comunicativo, es decir, cooperativo, de las
sociedades de la información y la comunicación que hoy hegemonizan, y por las
exigencias dialógicas del paradigma del entendimiento que le es correlativo, no
deja lugar, ni para una confrontación de la voluntad ética, ni para una
confrontación de fuerzas económicas engendradas en ciertos modos de producción clasistas
que ponen a una clase a conspirar contra otra. Por tanto, la política ya no es
un juego suma cero, de tensión de fuerzas físicas, sino un juego suma positivo,
de cooperación intersubjetiva; de despliegue de la fuerza cívica, cuyos
componentes son: el
lenguaje (con sus fórmulas retóricas, sus recursos persuasivos, consensuales,
etc.), los actos de lingüísticos perlocucionarios, las virtudes cívicas (coraje
cívico, templanza, justicia), virtudes espirituales (fe, esperanza y caridad),
y virtudes morales como la responsabilidad ciudadana, etc.
4. De modo que, esta nueva noción de política, basada
en la fuerza cívica orientada a la praxis cooperativas, colaborativa; a las acciones
no violentas; no sólo se opone filosóficamente a la política como dialéctica
amigo-enemigo, de la política como violencia, sino que se opone, con mucha
firmeza, en el plano práctico, a las estrategias antidictatoriales que no se
orienten a fortalecer la civilidad y la institucionalidad democrática. Y en
este aspecto, la nueva noción de la política ha tenido resultados ostensiblemente
efectivos, tal como puede confirmarse en los casos de: la caída de la dictadura
de la Unión Soviética – y con ella todas las de Europa del Este- a finales de
los años noventa, la caída de la dictaduras de 17 años de Augusto Pinochet, la
caída de Fujimori en Perú, los casos recientes del norte de África, etc.
5. Sólo a partir del paradigma filosófico de la
conciencia y del paradigma filosófico de la producción, podía tener sentido la
idea de que las desmejoradas condiciones urbanas, viales y de servicios en
general de la zona sur de Valencia, por ejemplo, han sido el resultado de la
conspiración de una clase, “éticamente cuestionable”, que –teniendo como
enemigos de clase a los habitantes del sur de Valencia- se dedicó a someterlos
a la miseria. Una idea, por lo demás absurda, porque –aunque es notable la poca
inversión en el ámbito de los servicios del sur de la ciudad- las más grandes
inversiones realizadas en el estado durante los últimos decenios se han
producido en el desarrollo del complejo industrial de la zona sur.
6. Pero, además, la idea de la conspiración de una
clase que en su enfrentamiento político con los desposeídos les desmejoró exprofeso sus condiciones de vida, sólo puede hallar sentido en los viejos
paradigmas de la política. Y ello por dos razones sustantivas: primero, porque,
como hemos visto, el poder no lo posee ninguna clase, ni es una confrontación de
fuerzas físicas de clases, se basa más bien en el consenso dialógico, que es la
sustancia constitutiva de la acción humana; en segundo, porque la dinámica
urbana discurre a la manera de un juego en el que los jugadores se van moviendo
atrapados en el interior de reglas que ellos se imponen a sí mismo colectivamente,
reglas que rigen al colectivo y que no se modifican por la voluntad de algún
actor en particular, sino por el consenso que deriva de múltiples presiones.
7. Por tanto, la calidad de vida, tanto de los
habitantes del sur como de los habitantes del norte de la ciudad, no depende de
la lucha de clases sino de la potenciación del diálogo ciudadano, del
desarrollo de sus capacidad técnicas, del entendimiento entre los nuevos
actores sociales y de la construcción de redes vecinales orientadas a fortalecer
las instituciones democráticas y los niveles de gobernanza y gobernabilidad
municipal y estatal.
8. En consecuencia, la cultura urbana que privilegia el
odio, la guerra y el enfrentamiento de clases, no deja margen ni para el
diálogo, ni para el entendimiento, ni para la acción colaborativa entre los
sujetos sociales. No deja margen para la acción política propenda a la reinstitucionalización
de la sociedad, a la mejora de los niéveles de
gobernanza y de la calidad de vida de los sectores populares y de la
sociedad en general.
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[1] Sobre desobediencia civil, ver este video de Javier de Lucas, profesor
de Filosofía del Derecho y Filosofía Política: https://www.youtube.com/watch?v=XciDXSq7uio
[i]
El racionalismo que aquí se
alude, corresponde a la corriente filosófica abierta por Descartes en el siglo
XVII y que caracterizó a la filosofía moderna. Esta categorización tan de uso
común se halla referida, inclusive, en el diccionario filosófico de José
Ferrater Mora (2004: 2984).
[ii]
Esta clasificación hecha a la
filosofía hegeliana puede encontrarse, por ejemplo, en la obra de Marcuse
(2003) titulada Razón y revolución. De igual modo, en el trabajo del
profesor María Jesús Casals Carro en su ensayo de 1999: El
arte de la realidad: prospectivas sobre la racionalidad periodística, en la que
señala que: “El propio Hegel terminaría sus días como cabeza de la «derecha
hegeliana». También de su sistema de pensamiento salió el otro brazo, el
izquierdo, que influyó absolutamente en Carlos Marx.”
[iii] G. Márkus revisa críticamente
El espejo de la producción, la obra de Jean Baudrillard ya citada.
[v]
Habermas, J (2002; tomo II).
Léase además: Habermás, J. (1989)
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